jueves, 10 de diciembre de 2009
Capítulo II
“ Que el mundo fue y será una / porquería, / ya lo sé... / ¡En el quinientos seis / y en el dos mil también! / Que siempre ha habido chorros, / maquiavelos y estafaos, / contentos y amargaos / varones y dublé... / ¡Hoy resulta que es lo mismo / ser derecho que traidor! / ¡Ignorante, sabio, chorro, / generoso o estafador! / ¡Todo es igual! ¿Nada es mejor! / ¡Lo mismo un burro / que un gran profesor! / ¡Siglo veinte cambalache / problemático y febril! / El que no llora no mama / y el que no afana es un gil, / ¡Dale nomás! ¡Dale que va! / ¡Que allá en el horno / nos vamos a encontrar! / No pienses más, / sentate a un lao. / Que a nadie importa / si naciste honrao. / Es lo mismo el que labura / noche y día, como un buey, / que el que vive de los otros, / que el que mata, que el que cura, / o está fuera de la ley.”
¡Uhh, me agarraste tarareando un tanguito, corazón! ¿Me trajiste el cafecito? ¿Sí? Que grande que sos, maestro. ¡Upa! Está caliente, pero bue, dejá, pará que te sigo contando mientras se enfría un poco. ¿Querés saber qué cantaba? Cambalache, de Enrique Santos Discépolo. Ese sí que la pegó eh, cuando previó lo que iba a ser el nuevo siglo, igual que el General, que también nos previno, al divino botón, sobre nuestra trágica dominación. ¡Cómo la junaban esos tipos! Pero Dischepolín, como solíamos decirle, qué maestro, qué letras... ese en serio que la pegó. No como los demás zonzos que le erraron al pleno, cuando salió el 17, la desgracia. ¿A qué me refiero? Bue, vos sabrás un poco, pero como sos pebete dejame que te explique bien.
El año pasado, luego del trágico paso de nuestra selección nacional de fútbol por el mundial de Sudáfrica 2010, Don Julio tuvo que abandonar estrepitosamente el despacho de la sede de la calle Viamonte. Es que no supo ni pudo explicar cómo quedamos eliminados en cuartos de final por la cenicienta del torneo, Bangladesh, tras cuatro tantos de su goleador estrella, Ellie Al Nurjaham, uno de los cuales fue después de pincharla por sobre la cabeza del imperecedero arquero cafetero que tras largos años de espera, pudo ocupar el tan preciado arco para terminar siendo uno más de los blancos de los abucheos. Es que la muchedumbre esperaba en Ezeiza, hambrienta de venganza por sus anhelos nuevamente despedazados. Esperaba como siempre, estafándose unos a otros con frases tales como “el próximo, el próximo vas a ver... cuando ya estén más fogueados los pibes... ahí sí, ahí sí los quiero ver, si tenemos pibes para rato”. Y esperaba con palos, carteles y hueveras dispuestas a disparar; sólo se salvaban los carilindos, escudados en un nuevo contrato firmado con un famoso estilista, o peluquero, o modista, bah, no sé cómo es que se les dice. En mi época era más fácil, no había tantos nombres para designar las profesiones. Pero es así nomás che, y a lo que me refería antes, con lo de los zonzos que le pifiaron al pleno, es que, como muchos pensaron que Don Julio se eternizaría en el cargo mediante alguna técnica propia de Walt Disney, sencillamente se equivocaron. Todo pasa, como reza su anillo; pero es más, le pifiaron doblemente, pues si creían que a partir de entonces todo estaría mejor, es ahí que aparece el 17 como el número que cantó el crupier. La desgracia, ya que, a diferencia de lo que muchos creían, el fútbol mutó para peor, involucionó digamos, aunque algunos osados aún sostengan que el futuro de este deporte se encuentra en el gerenciamiento.
En definitiva, es increíble que en este país enfermo por el fútbol, ningún periodista, ningún dirigente, ningún tarotista ni lector de la borra del café, nadie, absolutamente nadie, haya previsto que aquella tarde, tras la partida de quien llamaban el Vito del fútbol argentino, se haría presente la figura del Gerenciador. Sí, aquella tarde el fútbol argentino pegó un vuelco rotundo, como cuando se acabaron los torneos largos para facturar más, o como cuando se implementó el promedio para salvar a un equipo grande del inevitable descenso. Sí, lo digo y lo repito mi´jo, ese día los clubes pasaron a manos de grandes empresas multinacionales... ¡empresas multinacionales! ¡¿Cómo puede ser posible?! Y... pudo ser posible porque el deporte se ha convertido en un negocio más; el jugar por jugar ya no existe, o al menos no en los estadios. Alguna vez leí algunas reflexiones de fútbol de ese estilo, pero en general los académicos y el fulbo no se llevan bien ¿sabés? No sé bien la razón, quizás después lo podamos pensar juntos, pero sí sé que ha habido gratas excepciones. Escuché por ahí que el gordo Soriano era un excelentísimo centrofóbal, como lo somos en la familia; incluso leí en algún libro suyo que el pensador Albert Camus atajaba como los dioses. Pero sinceramente, no sé qué es lo que le pasa a los intelectuales con este deporte, pero dejá, como te decía, he hojeado unas páginas del libro El fútbol a sol y sombra, del uruguayo Eduardo Galeano, y ahí dejaba bien clarito que hoy en día el fútbol profesional condena lo que es inútil, y ello es justamente lo que no es rentable. Los técnicos no buscan el regocijo ni nada que se le parezca. Avanzan con la bandera de la eficacia. “Para amasar, a la panadería” suelen decir. Y la nueva dictadura del fútbol no da lugar para la fantasía, sólo busca, como en las altas finanzas, resultados, superávit y otros tantos términos que nada tienen que ver con la pasión que despierta la pelota. Habría que mostrarle la roja a esos, ¡¿o me equivoco?!
Perdona mi vida si ves que el abuelo se exalta, pero es que esta realidad me exaspera, ¿sabés? No puedo creer en lo que han convertido lo único que nos quedaba. Ahora todo son negocios, negocios y más negocios. Por eso, cada vez que aparece algún desfachatado, alguien que surge de los casi extinguidos potreros, ahora que se ha tirado tanto cemento por la ciudad, los medios se sorprenden y hacen tanto alboroto. Cuando asoma algún descarado de esos, que se anima a gambetear al destino mismo, a soñar con juntar un poquito los estratos sociales; cuando, acostumbrado a moverse en el polvo, dibuja en las gigantescas mesas de billar, maniobras imposibles hasta de relatar, sucumbe ante la inmensidad de este sistema macabro y exportador de mano de obra barata. Se lo chupan, como un tremendo mosquito hambriento de sangre joven y comerciable. Pero lo que es peor, tal alma rebelde, luego, aunque haya contadas y gloriosas excepciones, fracasa, porque le quitan su esencia. Le roban el placer por el jugar, porque lo obligan a aburrirse, automatizando y sistematizando aquello que es instinto puro, espontaneidad en bruto, ¿me entendés? Lo que no me queda claro es por qué los jugadores han aceptado tal autoritarismo. Pero supongo que nunca llegaré a la respuesta. Quizás más adelante también podamos acercarnos al menos a un esbozo de la misma, ¿no te parece?
Pues bien, frente a semejante horizonte nos encontramos entonces: todos los clubes, desde los más chicos, los de barrio, hasta los más poderosos, los de renombre internacional, sucumbieron ante el magnetismo de aquellos monstruos de poderío económico. Billetera mata galán, dicen. Y aquí la galantería que solía verse en las canchas fue ejecutada sin derecho a réplica, asesinada sin escrúpulos por las anchas billeteras de los pocos que les quitaron el placer a los muchos, al pueblo, arrebatándoles el poco consuelo que les ofrecía ese deporte tan suyo, tan nuestro. Pagaron justos por pecadores, bah, qué digo pagaron, ¡pagamos mejor dicho! ¿Podría haber sido distinto? Lamentablemente creo que nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que poco a poco las instituciones deportivas fueron desapareciendo, quedando un número muy inferior al de hace tan sólo medio siglo atrás. Y además, los que quedaron son una farsa, una máscara que encubre negociados de lo más impunes. Simplemente, para que te quede más claro que el agua, los clubes dejaron de ser de la gente, quien tan sólo pudo ocupar el lugar de espectador y contribuyente.
En la Capital Federal por ejemplo - para que te des una idea de la magnitud de este fenómeno cultural que habla del esplendor y de la decadencia de una sociedad a lo largo de la historia - el número de equipos se redujo a tan sólo cuatro: el Deportivo Autopartes, encabezado por un niuyorquino del país del norte; el Software Athletic, dirigido por otro de esos cabezones con patas de tero; el Real Cellphone, presidido por un australiano de nombre complicado; y por último, el Fast Food Football Club, a cargo de un payaso cuyo nombre no recuerdo y cuyas oficinas centrales se encuentran en el renovado Puerto Madero, donde antaño se encontrara un mítico comedor popular. A su vez, los clubes del interior del país también sufrieron grandes modificaciones, pues, enceguecidos por el brillo del sistema del básquet ball, copiaron su organización y así surgieron diversos clubes por regiones o provincias. Auspiciados por grandes industrias, acogieron su nombre de acuerdo a los rubros en los que se destacasen. Por nombrar algunos ejemplos, los más conocidos y distinguidos fueron “Los Coqueros” del Norte, “Los Damajuana” del Cuyo y “Los Pescadores” del Litoral.
¿Ahora te das cuenta de lo que hablo chiquilín? ¿Entendés en la que nos metimos tu viejo y yo, bah, todo el barrio mejor dicho? Porque como te vengo relatando, todos los clubes, finalmente, fueron ocupados por estos pilares del postmodernismo. ¿Pero todos? ¡No! Por supuesto que no. El Asado y Tinto, nuestra mítica y querida institución, resiste hoy y siempre al invasor extranjero. Entonces, no me preguntes cómo fue que pasó, pero fuimos los únicos que nos arraigamos a las raíces, y como te imaginarás, los popes estaban que trinaban. Estaban desesperados por tenernos, por manejarnos y por hacer aquello que habían hecho con los demás clubes. Y creeme que no nos la hicieron nada fácil eh. No sólo porque embajadores de las superpotencias se hacían presentes días tras día en la sede del club realizando ofertas multimillonarias para adquirirnos, sino también porque desde las más altas esferas de la nueva AFA, comandada ahora por el Gerenciador, de quien ya te hablaré largo y tendido, se había dispuesto un bloqueo general al club. Habría incalculables multas para aquellos distribuidores que abastecieran al club con ropa deportiva, redes o cualquier elemento necesario para subsistir. Y ni hablar de siquiera entrever la posibilidad de que algún equipo grande nos comprase el pase de alguna nueva estrellita. Igualmente, hacía rato que nada relucía por acá, como podrás imaginarte.
Así que tal bloqueo nos obligó al racionamiento más extremo, de los materiales de trabajo, pero no al de las ideas, pues ellas no se coartan mi´jo. Y si bien la pobreza nos tenía con el agua hasta el cuello, la cabeza, atiborrada de valores, nos permitió subsistir, a puro golpe, pero subsistir al fin. “No hay mal que dure cien años” me explicaban cuando renegaba por nuestras carencias, pero yo, siempre un tanto cínico, les respondía “ni cuerpo que lo resista”. Vos sabés que acá en el club todos los que colaboramos, empezando por mi, el Presidente de la institución... ¡ja! Si me hubieran visto mi abuelo o mi viejo como presi del club, bah, dejá, volvamos, que te decía que todos acá cumplimos nuestras funciones ad honorem, es decir, sin ver un solo morlaco por lo que hacemos. Porque de hecho lo hacemos por cariño y por el sentimiento que le tenemos al club y al barrio. Pero de todas formas, mantenemos a nuestras familias con laburos externos, como la carnicería en mi caso, vos sabés. Mirá, si me tengo que hacer el galán con las señoras cuando las atiendo, piropeándolas como pueda, para envolverlas y que me terminen comprando los huesos que ni hasta los perros quieren. Mirá, si hasta tu abuela Carmen, con lo celosa que es, me fomenta para que lo siga haciendo, porque a fin de mes, cuando ve la recaudación de la caja, se queda más tranquila, deja escapar un largo suspiro y no me rompe por un par de semanas.
Así que date una idea de lo que nos toca vivir, pero esas son las cartas que nos repartieron. Y hay que aceptarlas mi´jo, y jugarlas de la mejor manera posible, esperando que quizás, luego de barajar bien, en la próxima mano liguemos algo mejor, ¿no te parece? Yo creo que es así, pero creeme que es difícil, más cuando hay que dividirse entre la familia, el trabajo y el club. Porque a mi no me van a venir a decir que soy un presidente ausente. ¡El que tiene tienda que la atienda, o si no que la venda! No, a mi no. Porque bien tempranito, la abuela me despierta con un mate y un beso, me pone las medias medio dormido y ahí nomás, esquivando mesas y sillas a oscuras, salgo rajando para el local. Y después a mediodía la vieja me viene a hacer la segunda para que yo me pueda hacer una pasadita por el club de mi amores. Y esa pasadita se vuelve eterna, mirá, una charla con los profes de los chiquitos, otra conversación con el tesorero para ver cómo vienen el debe y el haber, un cafecito en la barra del bar, otro cafecito en la oficina de presidencia, una picadita más tarde con algún vecino preocupado por algún tema y así, así la pasadita se puede extender hasta la hora de la cena. ¡Ja! Si es que vuelvo a casa. ¿Sabés la de veces que me quedé apolillado en la utilería de Toto, ahí entre las colchonetas y los botines, y después, a la mañana siguiente me sacaron a escobazo limpio entre el gordo chanta ese y la abuela? Jaja, pero bue, todo eso vale la pena por este querido club. Creeme que sí. Pero lo cierto es que todo eso estuvo a punto de desmoronarse, y fue así nomás como el club entero se embarcó en esa aventura que aún no termina.
¿Te estás enganchando no, chiquilín de Bachín? Supongo que querrás saber cómo sigue, ¿o no? Bue, quedate tranquilo que falta bastante y yo tengo ganas de hablar todavía. Pero ahora cortemos unos segunditos y acerquémonos allá a ver qué dice el cura, ¿si? Dale que no quiero parecer irrespetuoso.
*******
Escuchame pebete, hablemos bajito que me parece que el cura ese ya nos tiene junados a los dos, ¿´tá bien? Bueno, hecha la aclaración entonces, continuemos pues. ¿En qué estábamos? Ahhh, la historia del club y de cómo nos metimos en una brava. Sí, ya me acuerdo. Perfecto, pero antes, para eso, te tengo que contar de mi infancia y de mi relación con ese tipo al que llaman Gerenciador. ¿Te acordás que te dije antes que lo conocía y te iba a hablar de él? Listo, me parece que es momento para ello, pero decime antes, ¿te suena este gotán?
“Y ahora que estoy frente a ti / parecemos, ya ves, dos extraños... / Lección que por fin aprendí: / ¡Cómo cambian las cosas los años! / Angustia de saber muertas ya / la ilusión y la fe... / Perdón si me ves lagrimear... / ¡Los recuerdos me han hecho mal! / ¡Qué gran error volverte a ver / para llevarme destrozado el corazón! / Son mil fantasmas, al volver / burlándose de mi, / las horas de ese muerto ayer...” ¿No? Qué pena, no sabés lo que te perdés. Esta cadencia es una barbaridad, Como dos extraños, de Contursi, obviamente. Intentá recordarla, porque ya vas a ver en qué se relaciona con lo que te voy a contar. Prestá atención.
No se si sabrás realmente mi nombre. ¿No? Me imaginaba, porque todos me conocen como Tito, apodo que ya te contaré quién me lo puso, pero mi libreta de enrolamiento reza otra cosa: Benjamín Ernesto Gutiérrez, del ´57. Sí, aunque no lo puedas creer, ¡Benjamín! Y Ernesto, pero ese nombre sí que está bueno, tiene historia, de hecho, mi viejo... pará, ¿te conté de mi viejo? ¿No? Bue, mi padre se llamaba Carlos Oscar Gutiérrez y era de esos tipos buenazos, de esos que se hacen mala sangre cuando ven las noticias en la televisión o en los diarios, que desparraman lágrimas por las injusticias sociales, por todo, un romántico bah, de los que quedan pocos. Un tipo que bien gustaba del buen fútbol, de hecho, creo que fue el más lírico, por decirlo de alguna manera, de los centrofogüar que pasaron por esta familia, pero era vago para entrenarse; junto a su religioso hermano Héctor, fueron los únicos que nunca quisieron dedicarse al fulbo, ya que, en el caso de mi viejo, él prefería las discusiones intelectuales sobre filosofía y política. Y en ese momento no estaba bien visto hacer las dos cosas a la vez, o una u otra, porque sino te miraban raro ¿viste? Lo mismo de siempre, esa pedorra dicotomía entre los libros y la pelota. El gallego en cambio, mi abuelo, sí jugó al fútbol, pero como la suya fue la época del amateurismo, bue, por eso generalmente digo que no fue jugador de fulbo, pero en realidad sí, ¿no? Bah, lo cierto es que era un centrodelantero que salía del área a buscar la bocha, bajaba a armarse la jugada, un nueve autosuficiente podríamos decir, propio de los inmigrantes que se las tenían que rebuscar pa´ sobrevivir... y yo, bue, mi carrera ya te la detallaré más adelante. Volvamos a mi viejo que, como te decía, optaba por los libros. No por nada había nacido en el ´21, tras la oleada de ideas leninistas y trotskistas luego de la revolución bolchevique del ´17. Pero así le fue lamentablemente, porque el tipo se ahogaba en un vaso de agua, ojo, nunca en un vaso de alcohol como muchos de los que participamos en esta historia, él siempre en uno de agua, pero se ahogaba al fin, ¿no te parece? Lo importante es que el romántico empedernido ese se terminó yendo por bobo. En realidad, por el bobo, que le falló cuando se enteró quién había vuelto a ganar las elecciones presidenciales del ´95, tras el frustrado salariazo y la fallida revolución productiva.
Justo a él le iban a venir con revoluciones, mirá, si casualmente mi nombre está íntimamente relacionado con eso. Si el viejo en un principio me quería llamar Juan Domingo, ¡imaginate! Pero como sabrás, allá por esos años, el nombre de “pocho” estaba totalmente prohibido, al igual que el partido, proscripto directamente. Entonces optó por Benjamín, un nombre que según él era bien romántico, y por Ernesto, que mirá vos qué casualidad, me lo dio tras conocer, durante un congreso, a un médico rosarino de quien se hizo amigo pero que dejó de ver por las vueltas de la vida. Y mirá cómo son las cosas que ese tipo terminó siendo el Che y liderando la revolución cubana del ´59, tan sólo dos años después de mi nacimiento, ¡¿qué bárbaro no?! Mi viejo me juraba y me perjuraba que sabía que ese tipo iba a lograr grandes cosas, que iba a dar que hablar, pero nunca se imaginó que tanto. Claro que no, mi viejo no era de mandarse la parte. Ahhh, y también me quería agregar un tercer nombre, el soñador de mi viejo, en honor a Evita, que los había dejado unos años antes de que yo naciera, allá por el ´52. Menos mal que mi vieja puso el grito en el cielo y lo frenó, porque sino me hubiesen puesto Evo, que nunca me gustó ni medio, más allá de que por estos tiempos haya uno con ese título que anda haciendo algunas cosas agradables por el altiplano. Che, me extendí bastante con el tema del nombre ¿no? Y sí, pasa que es importante mi´jo conocer nuestras raíces, estar al tanto de la fuente de nuestros nombres, porque ellos hablan mucho de quienes somos realmente. Te sugiero que le preguntes a tu viejo, hacelo, te vas a enterar de cosas muy interesantes seguramente. Ya lo dijo José Martí, “la vida necesita raíces permanentes”.
Ahora bien, vayamos directamente a mi infancia, que justamente va de la mano de la de ese turro del Gerenciador. ¿Si tiene nombre? Claro que sí, o en realidad lo tuvo, porque te diría que quien respondía a dicho título, ya no existe. Así que vamos a optar por denominarlo “Gerenciador”, “Señor G.”, “G” o turro, güacho o como me salga en el momento, ¿estamos bien? Justamente como dicen los versos de Cadícamo: “Che, Bartolo... / batí si te has vuelto colo / pa´ quererte disfrazar. / Boccanegra... / hay que ver cuál es la suegra / que a vos te podrá aguantar. / Vos de negro, / tenés sólo tu prontuario / que no sé cómo escondés. / Che, Bartolo... / como reo yo te pido / que dejés el apellido / de aquel noble genovés.” Qué clarito que es ¿no? Pareciera que los escribió para que yo los venga a recordar años más tarde y me sirvan para introducirte en lo que viene. Utilicémoslos y continuemos entonces. Listo, lo cierto es que durante mis años mozos, como te contaba, solíamos jugar juntos a la pelota en el pasaje de las Garantías, a una cuadra de casa, la casa de siempre, sobre el Pasaje del Comercio entre Salas y Asamblea, la que levantó mi abuelo con sus propias manos; esa de inconfundible estilo chorizo, donde hemos habitado todas las generaciones de Gutiérrez, los más viejos adelante y los más jóvenes hacia el fondo, ya que las piernas nos dan aún para recorrer el largo zaguán. Bueno, mejor dicho, ahora les dan a ustedes. ¿Sabés? Las casas siempre eran así por ese entonces, modestas y bajas, era raro ver más de dos o tres pisos, así como era extraño no ver el tranvía, que ya no está. ¡Cuántas cosas han cambiado! La vieja Avenida del Trabajo ahora se llama, según decía mi viejo, con sumo acierto y merecimiento, Avenida Eva Perón; muchísimas casas se han demolido a lo largo de las calles Zuviría y Tejedor, para construir esa abrumadora autopista que para colmo nos cobran para usar... aún recuerdo cuando iba después de la escuela a lo de mi primo Félix a tomar la leche, ahí sobre Picheuta, ahí donde no sé qué habrá debajo de esa interminable ruta aérea, pero sí sé que su casa ya no está.
Sin embargo, algunas cosas aún se mantienen casi intactas, como por ejemplo, la colosal iglesia de la Medalla Milagrosa frente al parque, a la cual acudían las mujeres en masa los domingos por la mañana, a veces acompañadas por sus hijos chiquitos y rara vez por sus maridos. Alguna vez fui te puedo decir, porque pasaba a saludar al Padre Héctor, mi tío ¿sabés? Él es el hermano mayor de mi viejo, que largó el fútbol porque siempre le hacían caños y entonces decidió comprarse una sotana, jaja, no, no, es un chiste, dejá, la verdad es que abandonó el fulbo para arrancar con el seminario por vocación nomás; y al mismo tiempo, también iba a misa porque cada vez que acompañaba a la corpulenta de mi vieja Estela, ella me prometía canelones de premio a la vuelta y entonces volvía contento como perro con dos colas. ¡No te das una idea de lo que eran esos canelones! ¡Parecían cañones, mirá! Ahhh, ¿y sabés qué más queda en el barrio? No podría decirte que intacta, sino más bien bastante dejada y casi resignada, pero bue, está todavía... me refiero a la escuela Antonio A. Zini, justo en la rotonda, irónicamente en las calles Fraternidad e Igualdad. ¿Por qué irónicamente? Porque solíamos asistir juntos a clases, con ese turro del que te hablé antes, por eso. Sí, éramos inseparables por ese entonces. En la escuela siempre nos sentábamos pegados en los pupitres, y me acuerdo que las profesoras nos querían, nos permitían algunas cosillas y nos daban cierto changüí porque sabían que jugábamos al fútbol para el club. ¡Cómo robábamos con eso! Bueno, siempre fue así, y supongo que debe mantenerse esa suerte de tradición. No sé, pero con las mujeres también nos iba bien, pero eso no se lo digas a la abuela, ¿estamos? Esto queda entre hombres nomás, eso tenés que aprenderlo de chiquito. Así que como te decía, parecíamos carne y uña, si hasta lo nombré padrino de mi hijo, es decir, de tu viejo. Claro, ese güacho vendría a ser algo tuyo, no sé el término pero sí. ¿Quién iba a decir que después le iba a meter el perro con su pase a la Juve? ¡Qué bárbaro!, ¿no? ¿No sabés de eso? Bueno, esperá, ya llegaremos a eso.
“Cómo recuerdo, barrio querido, / aquellos tiempos de mi niñez... / Eres el sitio donde he nacido / y eres la cuna de mi honradez. / Barrio del alma, fue por tus calles / donde he gozado mi juventud. / Noches de amor viví, / con tierno afán soñé / y entre tus flores / también lloré...” Sí, perdoná que me pierda en mi relato, pasa que me sonaba ese tanguito de Almagro, que no es nuestro barrio pero en definitiva los representa a todos. A ver, dame un segundo, ahhh, sí. Como te contaba, los dos jugábamos complementariamente en las calles, principalmente en el Pasaje de las Garantías, donde utilizábamos el ingenio para crear los arcos con pequeños adoquines sueltos y para escapar de la acechadora mirada de nuestras madres que buscaban confirmar si nos habíamos llevado el único par de zapatillas decentes para destrozarlos meta patada y patada. Sólo les hacíamos caso cuando, tras asomarse varias veces a la puerta de calle, nos pegaban un par de gritos para ir a tomar la leche con vainillas. En esa época, a los diez o doce años, con irnos tan sólo una cuadra era suficiente, de hecho, cruzar la avenida era toda una aventura, así que frecuentábamos jugar en ese Pasaje de la Garantías del que te hablé, que casualmente nos garantizaba una dosis perfecta de lejanía con respecto a la vista de mi vieja y la justa cercanía a nuestros hogares como para sentirnos seguros de que llegaríamos corriendo si se armaba la podrida en un picado con los más grandes y veíamos que estábamos a punto de cobrar.
¡Pero cómo jugábamos! Cuando éramos chicos lo hacíamos más en serio que ahora, nos complicábamos con las cargadas de toda la semana, el puentecito chino o vaya uno a saber que perversa prenda que traería alguno. Eso sí que dolía mi´jo, no como ahora, que todo parece tan trivial como perder un colectivo. Y para colmo, por esos años, las calles todavía no estaban todas pavimentadas y, entre la tierra y el sudor, no te imaginás cómo quedaban las camisetas. ¡Sabés lo que le costaba sacarle después la roña a la vieja, fregando y fregando! ¡Santa Madre! Qué amor que le tenía, adoración sentía mirá, si hasta la acompañaba a hacer los mandados, pero cuando asomaba esa redonda debilidad, qué le iba a hacer... es así, somos de voluntad frágil esta especie que dice llamarse hombres. Cuando la pelota rodaba, yo soñaba despierto con disfrazarme del Bambino Veira o del Nene Sanfilippo, si hasta lo imitaba en sus berrinches, posturas y arrebatos. Anhelaba jugar en el Viejo Gasómetro, con la azulgrana del ciclón de Boedo, o sino con la rojiverde del Asado y Tinto de mi abuelo, como me imploraba él. De noche, cuando me iba a acostar, en vez de contar ovejitas para dormirme, contaba los caños de Pipo Rossi. Mirá si no querría ser futbolista, pero la verdad es que mi carrera como jugador es un poco bizarra y ya te la contaré más adelante. Lo cierto es que nunca pude jugar en la primera del fútbol argentino, pero sí me destaqué en las inferiores junto al Señor G. Te digo que como dupla éramos de temer. Humildemente te digo, yo era bastante habilidoso, lo que dirían un crá hoy por hoy, pero qué se le va a hacer, mi vieja tiene la culpa, yo tendría que haber nacido en esta época y nos hubiésemos bañado en oro fundido. Bah, dejá, lo digo en broma, seguramente me equivoque, pero lo cierto es que el turro de G. jugaba porque su vieja lavaba las camisetas. Eso sí que no es broma. Si no fuera por mí no metía un gol ni con la cancha en bajada. Te digo más, nos movíamos fundamentalmente por todo el frente de ataque, abanicando el área, y te soy sincero, nunca llegué siquiera a pestañear para darle pases de gol u ofrecerle la pelota cuando tenía yo mismo la oportunidad de definir frente al arquero. Todos sabían que allí el verdadero valor era yo, pero bue, en ese momento ni siquiera quien te habla quería escuchar esas barrabasadas. Escuchá, en ese momento nos adorábamos, tanto que como te confesé antes, lo nombré padrino de tu viejo años más tarde. Mi compadre, ¿entendés? Estoy seguro de que en ese entonces él también me apreciaba, si me parecía que sentía devoción por mi, que me idolatraba como a un hermano mayor del cual uno se vanagloria por sus éxitos como si fueran propios. Lo digo con total humildad, en serio, ya vas a escuchar mi otra cara, la que me hizo dejar el fulbo, esperá, no creas que soy tan fenómeno como sueno ahora.
La cuestión es que luego una psicoanalista del barrio me salió con unos disparates de que este tipo de relaciones muchas veces no terminan tan bien como inician, pues el menor – en edad, categoría, relevancia – en algún determinado momento necesita salir de la sombra protectora que le propicia el otro. Y lo hace porque necesita un poco de aire, aire de libertad, no con maldad, aunque en algunos casos quizás ésta luego se engendre. Y yo, yo qué iba a saber de todo eso, si todo lo que hacía para con él era para ayudarlo, nunca con la más mínima intención negativa. Sí, ya sé... el infierno está lleno de buenas intenciones, pero no, no me creo tan inocente, pará, escuchame. Reiteradas veces me habían advertido de que quizás lo sobreprotegía, que quizás era mejor ver cómo se desenvolvía solo, sin el calor de mi ala. Pero yo no estaba de acuerdo, que no, que dejate de decir estupideces solía decir, que mirá si me va a querer devorar simbólicamente, como me dijo esa “picasesos”. No, es una locura. “Dejá que así estamos bien, querés” le contesté rotundamente. Pero evidentemente, en el barrio siempre se dijo, y las cosas que se dicen de puerta en puerta a la mañana, mientras las señoras baldean la vereda, en su gran mayoría son verdad, y bue, siempre resonó la idea de que ese tipo que para mí era como mi hermano, me envidiaba. Yo, inocente en esas cosas, nunca quise aceptar aquella hipótesis. Para mí, mi amigo era mi amigo, mi hermano del alma, y por ende, no tenía maldad. No había lugar para pensar ello. No podía ni imaginarme pensando mal de él. ¡No! Pero el destino me daría la espalda a mis creencias ya que luego se convertiría en mi máximo enemigo. Mi enemigo íntimo, como se escucha por ahí.
Sí, ya sé. El abuelo la está haciendo larga como esperanza de pobre, tenés razón. Pasa que los años no vienen solos, ¿sabés? Y con eso no me refiero nomás a la artritis o al alemán, sino que hablo de la experiencia, que como solía decir Ringo Bonavena, es un peine que te da la vida cuando te quedás pelado. Así que haceme caso y mientras te quedan lopes sobre el mate, juná a este dolape que alguna cosilla ha vivido, ¿´tá? Los años me han enseñado a tomarme mi tiempo en todos los aspectos, ya sea para relatar una historia bien contada como para deleitarme con un buen cortado y no tomarlo de un sorbo. Sé que vivimos ritmos totalmente distintos, vos debés estar con ese rock a los gritos, pero yo, bueno, yo ando como el tango, despacito al principio, como pa´ ir calentando la garganta, para luego, cuando realmente lo amerite, apretar el puño y largar los versos con pasión, ¿entendés? También sé que quizás no me comprendas bien, pero dejá, dale tiempo al tiempo, que pronto el gotán te brotará por los poros. Haceme caso, que los viejos, como el que está abajo con el calefón, sabemos más que nada por viejos. Dale, hacé como en Oriente, donde se venera a los ancianos y, por sobre todas las cosas, se los respeta, tradición que lamentablemente se ha perdido en este lado del mundo.
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